domingo, 10 de febrero de 2008

El Masculinario: Pasen y ubíquense.

Hola, bienvenidos....
Vayan pasando y tomen asiento...
Si están aquí, es porque ya han abierto El Masculinario.

Estación Pereyra

Se bajó en la estación equivocada. Mientras el viento lo despabilaba se daba cuenta del error, pero a medias. No sabía en qué estación estaba. Se sacó la baba del sueño todavía pegajosa mientras giraba la cabeza buscando un cartel, pero cuando vio los cuarteles no necesitó más: se había bajado en la estación Pereyra. Terminó de abrir los ojos ayudándose con las manos y después sacudió la cabeza como un perro. Tantas veces le había contado su padre la importancia de no perder el sendero en el monte Tucumano que empezó a caminar hacia el banco de madera que estaba en el refugio y, mareado por el sueño y la sentencia de su padre, se sentó. Mientras recordaba la lucidez de la vigilia, empezó a subirle un calor desde los pies cuando se dio cuenta que había dejado el maletín en el asiento del tren. No tenía cosas valiosas, salvo el Litman: diez guardias en una clínica de cuarta para comprarse un estetoscopio de marca que ahora iba viajando, solo, del lado de la ventanilla. El calor le iba subiendo pero el mismo fresco no dejó que se le caliente la cabeza y se puso a pensar cómo recuperarlo. O por lo menos eso cree él que debió hacer. Se paró para buscar al jefe o al encargado, pero la estación estaba descuidada desde que se abandonaron los cuarteles. Salvo algunos quinteros nadie bajaba en Pereyra. “Chau Litman” pensó, y eso lo sé bien porque no se olvidó de decírmelo cada vez que me contó la historia. Entonces, y esto se lo vi hacer varias veces, pegó un salto tratando de imitar a Larry, el de los tres chiflados. Después, sin apuro, miró el reloj: hacía quince minutos que la ceremonia para su nombramiento había empezado.
Ese día no fue en auto. Sabrá Dios qué quiso hacer o más que dios sabrá Pereyra. La cuestión es que se sacó los zapatos. Así le salió mejor el salto y jugó un rato. Después de todo, su carrera había sido sin saltos, como una autopista.
Le dijo “Hola” a un gato que cruzó las vías. Enfrente, dos mujeres gordas y arropadas tenían bolsas con especies surtidas. Había muchas ferias en esa región. Se sentó prudente. Supuso que la ceremonia ya había terminado. De repente le apareció el dolor de la charla del día anterior. Para ella era muy importante su nombramiento. Le habló de eso durante toda la sobremesa. Ella estaba tan contenta que a él le dolió. Hacía tiempo que él esperaba que ella estuviera junto a él, como cuando viajaban juntos de Ezpeleta a la Plata hablando los dos de lo mismo. No me dijo nunca, porque no lo sabe, en qué momento se separaron sus caminos. Yo creo que tal vez cuando se recibieron y dejaron de viajar en tren. El caso es que con la posibilidad de su nombramiento ella volvió a enamorarse de él, como de vez en cuando ocurre en las parejas, pero te repito: esta vuelta a él le dolió, y eso era insoportable. Ni siquiera saludó a sus hijos esa noche y se fue a acostar temprano, porque tenía que madrugar para ir a recibir su cargo de Director del Hospital Zonal de Ezpeleta. Fue mientras regurgitaba toda esa amargura que llegó otro tren. El guarda empezó a recitar las estaciones en que paraba antes de llegar a su destino final. Parecía que se las decía a él en la cara. Yo lo vi desde mi ventanilla, porque decidí viajar para darle una sorpresa. Tenía los zapatos en la mano y se acercó al guarda. “No, nada”, le dijo y se volvió para el refugio.
Al tiempo lo volví a ver, vendiendo tomates. Los mejores de la zona. O esa es la excusa que tengo desde aquel entonces para bajar a comprar en la estación equivocada. Fue la única forma en que pude verlo desde que nos abandonó. Después retomo mi destino en el siguiente tren. Nunca nos decimos nada, aunque muchas, pero muchas veces me cuenta esta historia.